He de empezar diciendo que, de por sí, el término “influencer” ya me provoca alergia. Aunque existe desde hace tres siglos, se ha ido adaptando a los tiempos y ha adquirido una nueva dimensión en las redes sociales. El sentido original de “influencer”, sin embargo, no ha variado. Básicamente, un individuo —el “influencer”— desarrolla y utiliza su popularidad para colarte algo que le conviene. Su interés tiene más que ver con su propio ego y beneficio que con una aportación útil a la sociedad.
Seguir, admirar, idolatrar o imitar a una persona porque te está vendiendo algo, mientras te quita otra cosa muy importante: tu tiempo. Hoy en día, el entretenimiento con superficialidades que no aportan nada está garantizado gracias a un dispositivo que se ha extendido por todo el mundo. Lo llevamos en el bolsillo y, la mayor parte del tiempo, permanece en nuestra mano.
Hace unos días, Al Jazeera publicaba en Instagram un reel explicando cómo el aparato de propaganda del Estado de Israel paga a “influencers” para crear contenido que desmienta aspectos de la grave situación actual de Gaza, como el hambre. Estos personajes disfrutan de cierta popularidad y de un ejército de seguidores que puede superar el medio millón. ¿Qué clase de gente es susceptible de engancharse al contenido de estos fenómenos en línea? Si miramos lo que producen, se trata de puro entretenimiento, vacío de cualquier interés real. Una muestra del alto grado de estupidez al que puede llegar el ser humano.
Estos “influencers”, reclutados por el sionismo, muestran un posicionamiento sobre una cuestión de actualidad que no es ni más ni menos que la perpetración de un genocidio ejecutado por Israel contra el pueblo palestino. No sé cuál es el impacto real de este tipo de propaganda. Hablamos de que cientos de miles de seguidores de uno solo de estos perfiles son susceptibles de tragarse su contenido, solo por una irracional admiración hacia un tipo —o una tipa— que vendería a su madre si hiciera falta. Los “influencers” no tienen ética ni moral. Su objetivo es aumentar el número de seguidores a toda costa para tener más posibilidades de acceder a patrocinios y nuevos colaboradores, que son quienes acaban sosteniendo sus canales.
En las redes, sin embargo, solemos encontrar “influencers” que no se posicionan ni comentan sucesos con carga política o social. Y, si lo hacen, suele ser porque se trata de un tema sin demasiadas ambigüedades ni riesgos. La razón es que no quieren entrar en conflicto con las marcas y colaboradores que les dan apoyo económico. Tampoco se pueden permitir un escándalo que les suponga la pérdida masiva de “followers”. Es decir, el “influencer” influye sobre sus seguidores exhibiendo su estilo de vida: cómo viste, cómo habla y qué productos utiliza. Es todo un escaparate. Influye no solo con lo que hace y dice, sino también con lo que no hace y no dice.
Me preocupa que exista tanta admiración y se dedique tanto tiempo a mirar qué hacen personajes que no conocemos y que probablemente nunca conoceremos en persona.
Lo tengo claro: los propietarios y administradores de estas cuentas con miles de seguidores que no aprovechan su popularidad para denunciar el genocidio en Palestina dejan claro que solo les interesa robarte el tiempo, sacar provecho comercial y alimentar su ego.
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